Romeo y Julieta

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Julieta baila. Julieta se exhibe. Julieta sabe muy bien qué hacer con la luz que el Sol le regala. Romeo calla. Julieta sale de día, cuando la luz del Sol puede entretenerse en su cuerpo trabajado de cornisas, frontones y volutas. Es de día que Julieta levanta sus caras al compás de la ruta del Sol, ejercitando esas voluptuosidades históricas recién recuperadas en beneficio de su autoestima. Romeo calla. Romeo mira y la adora. Romeo espera. Julieta es una. Romeo es nadie. Romeo espera hierático, impasible, frío como un témpano de hielo, reflejando generoso toda la luz hacia ella, que sabe cómo manipularla, conducirla por las cañadas de sus sensualidades, amansarla en sus recodos, dormirla en sus guaridas. Romeo tiene suficiente con disfrutar del espectáculo de cualquier día sobre Julieta, la transformación de esa luz ininteligible, salvaje, que tras retozar sobre ella es devuelta en palabras que se dejan escuchar.
Romeo espera su turno, que llega con la noche. A medida que Julieta va quedándose sin ingredientes para tejer su maraña de seducción, Romeo va asumiendo protagonismo. Adiós Sol, bienvenida noche. Romeo es sobrio, puro, tiene una luz que mira tímida tras diversos antifaces. Cuando el Sol abandona su lugar y la luz hay que inventarla, Romeo se pone a ello y al hacerlo se nos presenta. Así como antes se había conformado con mirar los caracoleos de Julieta, ahora se hace oír emitiendo haces de luz que evidencian su ser en capas. Porque Romeo es simple aire, es luz entretenida entre cortinas, entre mármoles que infructuosamente pretenden encarcelar la luz tan preciada al caer la noche. Todo se escapa. Nubosidades luminosas atraviesan paramentos de madera, translucen el mármol, se desovillan de telas para ir a encontrarse con Julieta y pedirle que las esclavice, ofreciéndose en sacrificio para invocar el renacimiento de su añorada exhibición de voluptuosidad. Es una pretensión tan entusiasta como vana, pero ellas saben que su imposibilidad no impide su intento. La luz suicida se lanza siguiendo el trazo caprichoso de los emparrados, explota tras la fachada de mármol en formación y surge desenfocada a través del agua, fluyendo de alguna profundidad no remota. Todo inútil. Julieta solo baila al Sol, no sabe qué hacer con la alocada explosión de Romeo. Únicamente acierta dulcemente a dejarse querer.
Romeo es nadie. Romeo es simplemente las ganas de comunicarse con Julieta, el deseo, la sumisión del observador agradecido, espectador de su exhibición.
Porque Romeo es interior, luz atrapada en un cuadrícula de mármoles, cristales que titilan, telas que oscilan y maderas que acarician la vista. Lo que era inerte amasijo de texturas superpuestas se destila en una casi nada sugeridora de luces huidizas. Romeo es generoso y devuelve el espectáculo diurno de Julieta… a su manera. Quiere acortar la distancia y emparra sus brazos para tomarle los hombros y abrazarla, Por debajo de los estanques, que son aguas encantadas, Romeo se desliza al encuentro de ella para, aunque sea lo único que consiga, rozar los piececillos de Julieta. Oh Julieta. Romeo silba chispillas que susurran a las volutas, a las cornisas, a las cenefas que descansan, que mañana volverá el día y podrán brillar frenéticas de nuevo. Pero que ahora deben tener la paciencia de dejarse amar, aunque solo sea un poco. Y ella acepta, no aparta los pies, descubre sus hombros para sentir el tacto de sus manos vegetales. Traviesa de día, callada de noche.