A la Casa Garriga nos acercamos a hurtadillas y a horas infrecuentes para evitar las seguras represalias de unos clientes razonablemente enfadados. En una profesión que gestiona con dudosa eficacia los honorarios, uno de los alicientes importantes pasa a ser la ilustración del curriculum del arquitecto, que si no se sabe hacer pagar bien al menos sí se las apaña para salir bien fotografiado y mejor divulgado. Pero cuando el cliente, pobre de él, obstruye este modesto acto de egocentrismo tan natural a la aristocrática decadencia de este gremio nuestro, ¡hay, pobre de él!, algunos arquitectos sufrimos rabiosas convulsiones. A veces estas desembocan simplemente en una burocrática dilación en la estampación de alguna rúbrica que provoca que el cliente nos guarde largamente en su memoria, con el consiguiente peligro de que algún dia nos pille intentando enseñar la casa a algún colega o crítico especializado. En estos casos la gente se vuelve muy creativa y apela a técnicas disuasorias de la más variada índole, que en la Casa Garriga cristalizó en una manguera provista de un chorro de agua a una sorprendente presión. Esta claro que alguna cosa hicimos no mal sino muy mal, no tomamos las medidas con la suficiente diligencia. Es intolerable.